Hugo Sconochini, pionero al emigrar a Europa a los 18 años para jugar al básquetbol, charló con Clarín sobre la dureza del deporte profesional, el trato de los equipos, su caso de dóping y, claro, la Selección Nacional.

Hugo Sconochini tiene 47 años, dos hijos, unos cuantos laureles en el básquetbol europeo y con la Selección, un doloroso episodio de dóping y algunos otros rasguños que le dejó el deporte, por dentro y por fuera. Nació en Cañada de Gómez, a los 18 años fue uno de los primeros argentinos que emigraron para jugar en Europa y hoy es comentarista de los partidos por televisión. Llega a la cita con un bolso enorme. Es que vive un amor después del amor por el básquetbol: el pádel. Por eso carga varias raquetas del deporte que enseña desde hace cinco años.

Sí, así como se lee. Quien se sienta en un bar de Milán, quien fuera el capitán de la Generación Dorada en Atenas 2004, es maestro nacional de pádel en Italia. Y desgrana el por qué: “En Argentina era religión cuando yo jugaba al básquetbol y lo ignoraba por completo, pero hace unos años conocí a Gustavo Spector, el argentino que entrena a la Selección de Italia, me hizo conocer el deporte, me hizo jugarlo y me transmitió cómo enseñarles a los principiantes. Fue la única vez en mi vida que estudié”.

-Pocos atletas que se destacan en un deporte luego abrazan otro…

-A mí me hubiera encantado vivir y desarrollar mi deporte. El problema es que yo no soportaba a los dirigentes dentro de los vestuarios. Nunca lo soporté. El vestuario es del jugador. Es del entrenador y hasta un cierto punto. A mucha gente que todavía ocupa lugares importantes en el básquetbol le dije en la cara lo que pensaba. Por eso no sigo. Cambiar de deporte fue además como ponerme a prueba nuevamente. En el deporte que yo practicaba, el instrumento, la pelota, va y viene. En el que hago ahora, el pádel, lo tenés siempre en la mano. Es un simple detalle, pero cambia. Me divierto muchísimo. Descubrí esta veta que es dar clase, me gusta enseñar y lo juego tanto como me permite mi pierna.

Llevaba ya tres años, una Liga, una Copa Italia y una Euroliga con Virtus Bologna cuando a Sconochini le tocó despedir del equipo a un amigo consagrado, el serbio Predrag “Sacha” Danilovic, y arropar a otro más cachorro, Emanuel Ginóbili, quien lo escuchaba y seguía sus consejos como si fuera un oráculo. “Sabía que era una apuesta difícil, pero Hugo me ayudó dentro y fuera de la cancha”, decía un Manu de 23 años cuando junto a Sconochini logró la Euroliga y la Liga de Italia en 2001.

“Cuando Manu llegó al equipo, el día de la presentación, yo estaba al lado de Sacha en el vestuario. Me miró y me dijo: ‘Argentino de mierda (era el trato cariñoso que teníamos), yo paro acá’. No lo podía creer.‘¿Cómo? ¿Estamos vestidos para hacer la presentación del equipo y vos decís que hasta acá llegaste?’ -recuerda Sconochini lo que le preguntó-. Sacha había hecho la preparación, el mes de entrenamiento en la montaña, los partidos de la pretemporada, que son insoportables, para decir basta justo el día de la presentación del equipo y de Manu”.

Claro que al escuchar lo que había detrás de semejante decisión, no sólo se entiende sino que da pie a reflexiones profundas de Hugo. “No tenía más cartílago en los tobillos. Para él, jugar era un sufrimiento total. Vivía lleno de medicamentos. Uno no deja de jugar porque se vuelve malo sino porque el físico no lo soporta más. El cuerpo humano no está hecho para practicar un deporte”.

-Los atletas de alto rendimiento, sin embargo, usan el cuerpo con resultados positivos y redituables.

-Hoy el deporte es distinto: se entrena mucho menos y hay muchos menos desgaste. El entrenamiento es más mental que físico. En mi época, si no entrenabas duro, no podías jugar. Usamos el cuerpo de manera equivocada. No recuerdo haber jugado un partido fresco. Jugué veinte años y siempre dije: “Estoy cansado”. Claro que en cuanto el árbitro tiraba la pelota para arriba, el cansancio se iba.

-¿Cuál fue tu momento de decir: “Hasta aquí llegué”?

-Fue en Roma, en 2005. Me acuerdo como si fuera hoy. Lo cuento y la gente no me cree. Manejaba el auto, paré en un semáforo y escuché una voz que me dijo: “¿Qué estás haciendo?”. Estaba yendo a entrenarme y una voz interior me dijo basta. Y realmente era el momento. Ya no me encendía jugar, no me provocaba las mismas sensaciones. No lo hacía con muchas ganas.

-Hoy todo tiende a prolongarse: vivimos más, somos padres a una edad más avanzada y los deportistas se retiran cada vez más tarde. ¿Es una ventaja?

-Es la vida. Antes nacía quien realmente merecía nacer. No todos los bebés lo lograban. Hoy los hacen nacer. Se estira todo. Se pueden lograr más cosas. Cuando uno es joven, cualquier cosa te sale. No necesitás descansar ni estirarte ni masajearte. Con los años, empezás a necesitar todo. Y empezás a jugar con habilidad mental. Sabés dónde tenés que estar. Te anticipás a la jugada.

-¿Es más digno retirarse en la cima o en el ocaso?

-Creo que hay que estirar todo lo más posible. Y decir basta cuando uno ya no se divierte. El problema de dejar de jugar cuando uno se sigue divirtiendo es que convivís con la duda. Yo abandoné y después volví en ligas menores. Jugué en la Serie C y en la Serie B, muy lejos de lo que era el nivel en la Serie A. Pero yo necesitaba entender qué era lo que me faltaba cuando había dejado de jugar. Y no era el básquetbol: era el vestuario. Era volver a compartir cosas. Después de 20 años, el vestuario es como tu casa. Al final entendí que era eso.

-¿Estás de acuerdo con el “hasta aquí llegué” de Ginóbili?

-A Manu habría que estudiarlo. Genéticamente, él es distinto, como si perteneciera a una raza superior. Jugó y dominó con 40 años. Tuvo poquísimas lesiones en su vida. Un jugador de básquetbol vive con lesiones porque se entrena dos veces por día y siempre al máximo. Manu es un caso único.

-¿Cuál fue tu participación en la llegada de Ginóbili al básquetbol internacional?

-Cuando me consultó, me limité a decirle que fuera a Reggio Calabria. Me parecía que era la plaza justa para empezar. Yo había jugado cuatro años ahí. No era un equipo muy grande y era una sociedad deportiva seria. Y él eligió Reggio Calabria. Como después lo hicieron (Alejandro) Montecchia, (Leandro) Palladino, (Carlos) Delfino… Hubo muchos argentinos que pasaron por Reggio Calabria.

-En el fútbol se ve con claridad, pero en el básquetbol, más allá del talento, ¿cuánto pesan las buenas elecciones respecto de dónde jugar?

-Las dinámicas de los dos deportes son muy distintas. El fútbol está hecho por posiciones: defensa, mediocampo y ataque. En el básquetbol uno individualmente es un talento y en el lugar que te pongan, la elección es siempre buena. Acepto lo que dice la cancha, pero siempre apunté a jugar en equipos que podían ganar algo.

-Hace poco, cuando Facundo Campazzo obtuvo su segunda Euroliga jugando en Real Madrid, se comentaba que te había alcanzado en cantidad. ¿Tiene alguna importancia eso?

-Absolutamente ninguna. Hoy el deporte es muy de redes sociales. Importan Instagram, Facebook, Twitter y poner adelante de la gente lo que uno está haciendo, lo que va a hacer o lo que le gustaría hacer. En mi época no era así. Se jugaba porque uno sentía que pertenecía a eso que estaba haciendo. Hoy se crean muchas discusiones sin sentido. La Euroliga que se juega hoy te permite equivocarte un poquito más, porque son 30 partidos y juegan todos contra todos. En la época en la que yo jugaba, había dos mini-campeonatos. No te podías equivocar. Errabas un par de partidos y estabas afuera. Recuerdo una cosa muy rara que hizo el preparador físico el día antes de la final. Para cortar la tensión, puso la pelota en el piso y dijo: “Bueno, ahora vamos a jugar al fútbol”. Imaginate lo que fue para un equipo que estaba jugando la final de la Euroliga. Al día siguiente, entramos serenos. Lo que sucede alrededor del básquetbol es lindo. Lo que sucede adentro, a veces no tanto. Al final, es un trabajo.

-¿Lo de “no tanto” lo decís por el dóping que te dio en 2000?

-Hay información que contamina y trato de no registrarla. La considero spam y trato de eliminarla. Esa parte de mi vida fue dura porque me tocó vivir, a lo mejor, la parte más vergonzosa del deporte. Te dicen: “A vos te dieron seis meses de suspensión por dóping” y la gente automáticamente cree: “Entonces ganaste porque te dopabas”. Mi situación no fue esa.

-¿Cuál fue tu situación?

-Estaba cortando el césped y un palito me lesionó una córnea de un ojo. Usé un colirio y me equivoqué en no decirle al médico que me atendió en Argentina que era un jugador profesional. Me dieron cinco meses de suspensión, mi abogado me dijo que podía apelar y luego me dieron ocho. Pero siempre tuve dudas, porque la droga que me encontraron a lo mejor no era del colirio sino de otra cosa. En esa época, los médicos eran muy libres para darte cualquier cosa.

-¿Tuviste sospechas?

-El médico argentino me dijo que era raro que un colirio pasara a la sangre o a la orina. De ahí nace la duda sobre los médicos. Porque uno llega al vestuario, dice que se siente mal y el médico te da una pastilla y te dice: “Bueno, tomá esto y se te va a pasar”. Y vos no te ponés a mirar el prospecto de lo que te da. Confiás plenamente. Después del dóping, viví momentos duros porque pedía la caja cerrada de los medicamentos que me daban. La quería abrir yo. Había perdido la confianza en los médicos, en la sociedad deportiva, en el equipo…

-¿Todo deporte tiene su lado oscuro?

-Sos una pieza que viene usada o abusada. Las sociedades deportivas te pagan y dicen: “Vos vas a hacer lo que diga yo”. Es más, los médicos no ejercen lo que estudiaron, no opinan. Muchas veces hacen lo que dice el presidente o lo que la sociedad deportiva quiere hacer. Si el entrenador o el presidente dicen: “Este jugador tiene que jugar porque es importante que juegue” y el médico responde que está lesionado, le contestan: “No me importa que esté lesionado. Tiene que jugar sí o sí”. Eso, en ese momento, no lo pagás. Lo pagás después, cuando terminás de jugar y cuando estás rengo a los 35 años.

-¿Existe un sistema de descarte en el básquetbol?

-Te puedo contar mi historia. Es muy fácil. Firmé un contrato muy alto con Virtus Bologna el año en que llegó Manu, pero tenía posibilidades de ir a Siena, donde me ofrecieron un contrato más alto. Volví a Bologna y por respeto les dije: “Siena me ofrece esto. Si ustedes empatan la cifra, yo me quedo”. La empataron y me quedé. Cuando pasó lo del dóping, me aplicaron lo que se llama “licencia por justa causa”. Me sentía un exiliado. No me dejaban entrenarme con el equipo ni ir a ver los entrenamientos. Cuando volví, el presidente me dijo: “Hugo, te queremos en el equipo, pero no más a esa cifra sino a ésta. Te ofrezco otro tipo de contrato”. Era la mitad de lo que me pagaban. Rompí el contrato y se lo tiré en la cara. El descarte viene así. Hoy sos un genio total y dominás este deporte. Mañana no lo sos más.

-¿Cómo se vuelve anímicamente de un dóping?

-Tenés que tener suerte y un carácter fuerte. En el momento en el que necesité de mi equipo, no estuvo para apoyarme. Pero encontré eso en la Generación Dorada.

-Fuiste el padre de esa generación que fue subcampeona en el Mundial de Indianápolis 2002 y campeona olímpica en Atenas 2004…

-Me tocó vivir momentos importantes con ellos. No tenemos la misma edad, pero disfruté con ese grupo fantástico de chicos que nacieron juntos, crecieron juntos e hicieron las inferiores juntos. Creo que fue esa la gran ventaja que tuvo esa generación que no se volvió a repetir.

-¿Fue o no falta el contacto de Marko Jaric en la útlima jugada del tiempo regular de la final de Indianápolis?

-Fue falta. Técnicamente, es foul. El reglamento dice que si hay un contacto cuando uno está tirando, es foul. Y yo estaba en una acción de juego. Si vos en ese momento me tocás cualquier parte del cuerpo, técnicamente es foul. Ahora, si a quince árbitros les hacemos ver esa misma jugada, no sé si los quince hubieran cobrado esa falta. Es muy difícil. Yo estoy seguro de que fue foul, pero entiendo que era difícil pitarlo. Igual lo difícil fue lo que pasó después. Yo erro ese tiro porque me tocan un brazo, pero Nocioni estaba al lado de la pelota y la podía meter fácilmente. Pero se ve una mano que lo tira para abajo. Fue mucho más evidente que lo mío. O el foul que le cometen antes a Scola en la mitad de la cancha. Hay que aceptar lo que dice la cancha y la cancha dijo que Yugoslavia ese día mereció ganar. Eso sirvió para lo que pasó dos años después. Haber quedado en el segundo puesto de un Mundial hizo que la gente empezara a hablar del básquetbol argentino.

Por Marina Artusa en Clarín