Nació en uno de los barrios más peligrosos de Estados Unidos. El básquet lo salvó de las balas y muertes. Soportó las críticas, pérdidas de sus seres queridos y mucho más. Hoy vive un presente soñado en New Orleans Pelicans.

Brandon Ingram es un misterio incluso para su propia familia. 

Por ejemplo, hace algunos años, cuando estaba en Duke, redescubrió su pasión por el dibujo. Representaciones de estrellas de la NBA de esa época, jugadores con los que luego competiría vibraban en sus lápices, como estas animaciones de James Harden y Jimmy Butler.

Los deportistas son mucho más que solo eso y siempre es interesante conocer qué otros intereses poseen. Como ven, el de los Pelicans entra en esa ecuación y su vida esconde secretos que muy pocos conocen. 

¿Desean descubrirlos?

Bienvenidos, están más que invitados.

Ingram creció en una casa pequeña en la avenida Highland, en la zona norte de Kinston, North Carolina. Pasó sus años de juventud con su tía abuela y, de vez en cuando, podía hacer un viaje relativamente corto hasta Morehead City, donde colgaba las piernas en un puente junto a Atlantic Beach y pescaba con su abuela.

Brandon tiene dos hermanastros: comparte padre con Bo y madre con su hermana menor, Brittany. El primero creció en otra casa a diez minutos de distancia, pero pasaba los fines de semana con Ingram, enseñándole… básquet. Fue criado por una familia numerosa en una zona inestable. Nunca tuvieron que preocuparse por él, pero siempre sí por el mundo en el que creció.

Los atletas que se elevan por encima de las condiciones peligrosas y escapan de los barrios sombríos es uno de los tropos más antiguos del deporte norteamericano. El hecho de que las historias sean frecuentes no las hace menos notables. Kinston ocupa un «1» de 100 en el índice de criminalidad del país, según el servicio nacional Neighborhood Scout. 

Ese número significa la calificación más peligrosa posible…

Conforme pasaron los años, Brandon perdió amigos y antiguos compañeros de equipo a causa de la violencia armada; uno de ellos fue asesinado en diciembre del 2015. Otros tuvieron la suerte de sobrevivir a heridas de bala. Su padre dijo que una conocida de Ingram fue también asesinada en ese año mencionado tras salir de un local, cuando su cuerpo fue utilizado como escudo. 

Era una transeúnte inocente a la que encontraron caminando junto a la persona equivocada en el momento equivocado mientras las venganzas incitadas por las bandas se exponían una vez más en las calles de Kinston.

«Es una buena ciudad, pero a medida que fui creciendo, se volvió algo violenta. A la mayoría de esos tipos los conocía como amigos, pero sabían la dirección que tomaba. Intentaban protegerme, incluso en el gimnasio, me decían que me sentara o algo así. Si estaba en el lugar equivocado, me lo hacían saber», contó Ingram en CBS.

Su papá tenía una regla: estar en la colina. Siempre sube la colina. No bajes la colina.

La parte del norte era segura, la del sur todo lo contrario. 

Ingram se mantuvo alejado del caos y de las balas porque su talento para el básquet fue reconocido por sus amigos y por los vigilantes paternos del barrio como algo especial. Las excepcionales habilidades de Brandon en la cancha empezaron a hacerse evidentes hacia el final de la escuela secundaria. Tenía algo de su padre.

Donald empezó su carrera como policía y luego persiguió infructuosamente el sueño de convertirse en un profesional del básquet en el extranjero. Lamentablemente, no consiguió pasar de los circuitos semiprofesionales en Estados Unidos. 

Tras dejar la naranja, volvió a Kinston en los años 90, cuando su abuela enfermó. Se reincorporó al cuerpo de policía, trabajando en la ciudad de LaGrange y un 2 de septiembre de 1997 fue Brandon quien llegó al mundo. 

En ese momento, la ciudad tenía problemas de delincuencia, pero estaban contenidos en gran medida en el lado este y sur de la ciudad. La dinámica de Kinston cambió cuando Brandon tenía dos años, después de que el huracán Floyd dejara caer más de 30 centímetros de lluvia sobre ese territorio en 1999. La zona sur quedó anegada.

Con el tiempo, Donald heredó la dirección de un gimnasio local. Ahora trabaja a tiempo completo en una planta de soldadura, donde fabrica carretillas elevadoras, pero se convirtió en un protector de la comunidad para mucha gente gracias al básquet.

Ese gimnasio es pequeño, ni siquiera una cancha de tamaño normal. Las paredes y las líneas laterales crujen contra las líneas de tres puntos en las esquinas. Al comienzo tenías que apoyarte en las puntas de los pies para no salirte de los límites. Los tableros eran de madera y no había cuadros de tiro pintados. Pero Brandon daba cátedra los viernes y sábados por la noche. Él y sus amigos no tenían horarios de cierre. 

En el gimnasio, Ingram mejoró. También le gustaba el fútbol americano. Su padre quería que jugara, pero mamá no lo permitía. Cuando el básquet empezó a dominar su vida, Jerry Stackhouse lo quiso en su equipo de la AAU. La leyenda de North Carolina es de Kinston. Donald Ingram lo conocía desde hace más de 20 años.

Esto llevó a muchos aficionados de Carolina a pensar que Ingram vestiría su casaca azul algún día.

Aunque, en muchos sentidos, siempre iba a ser Duke para Ingram, pero eso no impidió que su reclutamiento se convirtiera en uno de los cortejos más intensos de la historia del estado. 

Ingram condujo a Kinston a cuatro títulos estatales consecutivos y tuvo a todos los programas importantes del estado cortejándolo. Aguantó lo que pudo, pero al final, el chico que creció vistiendo la camiseta de Duke, un joven que iba en contra de la corriente en esa ciudad al animar a los Blue Devils cuando a la mayoría de los demás les gustaba Carolina, eligió esa universidad.

En Duke se dieron cuenta lo difícil que de leer y eso es lo que siempre lo hizo tan peligroso, tan irresoluble.

También es lo que hace que Brandon Ingram sea tan intrigante.

La esbelta superestrella de Duke, de ojos dormidos, fue ascendiendo de forma constante hasta llegar a una temporada de primer año sobresaliente, en la que promedió 17,3 puntos, 6,8 rebotes y 2,0 asistencias que lo mandaron directo al encabezamiento de todas las predicciones del Draft junto con otra gran promesa como Ben Simmons.

Y llegaron los Lakers. 

Ingram recuerda jugar al básquet en la escuela primaria y secundaria, preocupándose sólo de divertirse con sus amigos. Hacer bromas. No ser el último en los sprints. Y, por supuesto, demostrando que la gente se equivocaba al llamarle dormilón, lento, blando, sólo porque era tranquilo. Sólo porque no se sentía obligado a rugir después de una anotación.

No hasta su primera temporada con los Lakers. Su nombre rondaba constantemente en las conversaciones sobre intercambios. Se empeñó en no entrar en Twitter. No ver SportsCenter. Pero no pudo escapar de los rumores. «Algunas de las cosas que se decían por un lado le hacían sentir que decían una cosa pero hacían otra. Jugaba con un chip en el hombro. Todos los Baby Lakers estaban así. La moral de los jugadores estaba por los suelos», dijo Donald en BR.

Perder era difícil. Los Lakers en reconstrucción estaban luchando, especialmente con Lonzo Ball fuera por lesión. Ingram estaba tratando de descubrirse a sí mismo en una ofensiva que estaba tratando de descubrirse a sí misma. 

«Perdí la alegría a veces. Solo perdí la alegría porque sentí que podía hacer más en la cancha de baloncesto. Sentía que podía ayudar un poco más. Sentí que podría haber participado un poco más en la ofensiva. Podría haber sido utilizado un poco mejor»

A pesar de eso, no se quejó. Se dijo a sí mismo que debía jugar duro, ser un buen compañero de equipo. Que no dejara que la negatividad le invadiera. Aun así, era un reto. 

Pero había cosas fuera del básquet que continuaban tirando de él. Seguía llorando la muerte de su tía abuela, Leatha Smith, su mayor admiradora, que guardaba todos los recortes de prensa de él, que cocinaba para él. También perdió a otros amigos.

Mientras tanto, trataba de ver los mejores clips de Kevin Durant y Kawhi Leonard. Y de él mismo. Señalaba su figura en la pantalla y pensaba: puedo hacerlo. Todavía puedo hacerlo. Pero esos pensamientos competían con otros: “¿Cómo voy a hacer eso? ¿Cómo voy a volver a tener esa confianza? ¿Y si no puedo?”.

«Tenía dudas. Nunca había pasado por algo así». Pero Ingram estaba muy decidido a que, con un brazo, con dos brazos, sin brazos, iba a encontrar de alguna manera la forma de jugar. Desarrolló una nueva mentalidad: “Puedo ser más que esto. Tengo que esforzarme aún más”.

Ingram canalizó su energía en la rehabilitación, trabajando en los movimientos de sobrecarga. Se apoyó en sus padres y en su hermano mayor, Bo.

Entonces, un día, mientras los dos veían la televisión, Ingram se enteró por Twitter de que había sido traspasado a los Pelicans. No estaba enfadado, ni triste. No estaba decepcionado, ni amargado. Le invadió la calma. Se sentía… preparado. 

«Voy a estar bien. Vamos a estar bien».

También se sentía entusiasmado por un nuevo comienzo, sobre todo una vez que se le autorizara a volver a la cancha, aunque sólo tenía alrededor de un mes, mes y medio, antes del campo de entrenamiento y se sentía al 90 por ciento. Pero eso fue suficiente. Estaba encantado de volver a jugar. Su nivel de concentración era diez veces mayor que antes.

Volvió a ser él.

Terminó siendo elegido para su primer NBA All-Star y se llevó el premio al jugador más mejorado de la temporada. 

En la actualidad no está conforme y se viene marcando unos playoffs épicos, siendo el líder de unos Pelicans que le robaron un partido de visitante a los casi imbatibles Suns y tienen todo para ilusionarse no solo esta campaña sino para los años siguientes.

Brandon Ingram tiene apenas 24 años, pero su biografía parece ser la de alguien mucho mayor. Su ruta de vida es más amplia que sus tatuajes y, como en su cuerpo, todavía hay lugar para seguir dibujando. 

Nadie sabe hasta dónde llegará este enigmático talento. 

Solo él.

A disfrutarlo. 

Nota: Ignacio Miranda | Twitter: @nachomiranda14